Por mucho que el bombardeo masivo de
información, día sí, día también, haya enfriado nuestra forma de “sentir” el
dolor de los demás, no se puede negar que seguimos siendo un pueblo que sufre,
que se pone en el lugar del otro y que reacciona con sentimiento ante situaciones
que, sencillamente, nos llegan a lo más íntimo.
Una
muestra clara de que el dolor de nuestros
semejantes sigue siendo nuestro dolor, es lo sucedido con la mayor
tragedia
ferroviaria en nuestro país en cuarenta años, sucedida en las tierras
gallegas, muy cerca de Santiago. Una tragedia con un viaje con destino
final para setenta y ocho de nuestros semejantes. Para padres viajando
para ver a sus
hijos; Hijos a la búsqueda de sus padres. Novios y novias deseosos de
compartir
abrazos. Abuelos, deseando tener entre sus manos las de sus nietos…
Historias
personales, historias con nombres propios que, por desgracia, han tenido
un
final muy distinto del que se imaginaron al subir a aquel tren.
La reacción de los distintos cuerpos
implicados y, como no, la reacción masiva de tantas y tantas personas
voluntarias, tantos que saltaron las vallas para dar consuelo, tantos que han
colaborado buscando a personas vivas o heridas o tantas y tantas personas que
han dado su sangre pensando en quién más la necesitaba en esos momentos, ha sido ejemplar… Tantas
y tantas personas que nos han hecho sentir que, por muchas crisis que vivamos,
seguimos siendo una sociedad solidaria, una sociedad que no es inmune al dolor
de sus semejantes y que sufre, con su corazón, por los demás.
Laviana, como todos los pueblos de
España, se quedó sin voz al escuchar la magnitud de la tragedia. La concentración
de cientos de personas, convocadas con una sola hora de antelación, en plena
celebración de nuestro mercado semanal, dejó claro que sentimos como propio su
dolor.
Y yo, viajero habitual en los alvia que me llevan a Madrid, sé que la próxima vez que suba a un tren, tendré un momento especial para pensar en aquellas personas cuya vida terminó cerca de Santiago y también para pensar en sus familias. Para una vez más sentir que su dolor, sigue siendo nuestro dolor y que eso precisamente, compartir el dolor de nuestros semejantes, es lo que nos hace merecedores del calificativo de “seres humanos”.
Artículo publicado en LA CUENCA DEL NALÓN del mes de agosto